FUGA: Pedagogía situada, incertidumbre y rareza como práctica artística
En los últimos años, tanto en la educación formal como en el mundo del arte contemporáneo, la noción de aprendizaje ha sido arrastrada por una lógica de homogeneización. Los planes de estudio tienden a replicar estructuras fijas: temas definidos desde arriba, roles docentes verticales, resultados medibles. La escuela no está “mal” por definición, pero cuando la escolarización se convierte en el único modelo posible, se empobrece nuestra imaginación sobre cómo —y para qué— se aprende. Esta hiperescolarización, basada en la fragmentación y evaluación externa del saber, no solo organiza contenidos, también produce subjetividades alineadas con la lógica del rendimiento.
En el campo del arte, esa misma lógica se filtra en prácticas pedagógicas disfrazadas de profesionalización. Parte del arte ha sido instrumentalizado por el sistema económico, absorbido por la exigencia de resultados visibles, evaluables, presentables. Pero, ¿qué ocurre cuando un pequeño grupo tiene la posibilidad de sostener un taller sin objetivos predefinidos, sin un producto final, con metodologías que no buscan corregir, sino acompañar? ¿Qué pasa cuando se pone en juego no solo lo que se aprende, sino cómo, con quiénes y desde dónde se aprende?
Más allá del contenido: afecto, cuidado y saber compartido
Los procesos pedagógicos no solo traen ideas. Traen afectos, tensiones, pausas, negociaciones. Nato Thompson dice en su libro 'Seeing power in spaces', "el conocimiento se produce en espacios, y esos espacios producen subjetividades". Yo digo que además no se puede abrir lo pedagógico sin abrir también lo afectivo. Sobre esa misma línea Eloise Sweetman sugiere que tal vez deberíamos empezar a escuchar un “no sé” no como desconocimiento o pereza, sino como un llamado a la intimidad. En muchos sistemas de conocimiento ligados al territorio, decir “no sé” no es una falla, es una forma de estar presente. La antropóloga eco-feminista Deborah Bird Rose lo plantea así: “Decir 'no sé' es fundamental para participar desde un lugar. Estar dentro implica saber que el conocimiento propio no abarca el de las demás.”
Ese enfoque es radicalmente distinto al de los espacios educativos más institucionalizados, donde lo que no se sabe suele ocultarse o evaluarse. En FUGA, el “no saber” fue punto de partida, no obstáculo –o al menos eso estuvo sobre la mesa en más de una ocasión–. El archivo que creamos no fue una síntesis ni un producto final, sino una forma de sostener lo que estaba pasando: dudas, intuiciones, deseos compartidos, inseguridades, temas en común. Un archivo vivo, reescribible, sin jerarquías ni lógica cerrada.
Desviarse como método
FUGA no se propuso como una alternativa total ni como un modelo replicable. Fue una desviación localizada. Una grieta en el formato dominante. En este caso, eso fue suficiente para recordar que el aprendizaje no necesita tener forma de aula, que un plan de estudios puede ser un mapa no lineal, que las metodologías pueden escribirse en colectivo, que la memoria también se organiza desde el cuerpo, y que no hay una sola pedagogía válida. Porque mientras sigamos repitiendo solo una, seguiremos domesticando nuestra capacidad de imaginar.
Conclusiones abiertas
FUGA deja preguntas:
- ¿Qué tipo de espacios necesitamos para la memoria, la imaginación, para redistribuir las posibilidades?
- ¿Qué condiciones mínimas permiten que algo diferente ocurra?
- ¿Qué pasa si el “no sé” tiene espacio para ser explorado?
- ¿Qué pasa si el archivo no se cierra ni se controla verticalmente?
No es fácil imaginar alternativas cuando gran parte del imaginario está cooptado. Pero necesitamos intentarlo. Crear nuestras propias reglas, nuestras propias formas de estar, nuestros propios archivos vivos y colectivos. Necesitamos relaciones menos normadas, relaciones expansivas, pedagogías que nos permitan fugarnos de la expectativa. No por estética, sino por necesidad de experimentar y de re-encontrarnos bajo nuestros propios términos.